En la concepción actual de la filosofía del Derecho, los problemas de la axiología jurídica ocupan un lugar destacado, y ha sido la teoría moderna de los valores (Wertphllosophie), es decir, la llamada axiología del presente siglo, lo que ha permitido el avance filosófico en materia jurídica. Conviene observar, no obstante, que el debate en torno a los valores jurídicos no es nuevo, porque informó la conocida discusión de siglos con respecto al Derecho Natural. No menos evidente es que la axiología contemporánea le ha dado un impulso característico al planteamiento axiológico dentro de la filosofía del Derecho.
No sería apropiado plantear ahora, ni siquiera sintéticamente, la fuerte controversia relativa a la teoría de los valores (subjetivismo, objetivismo, relativismo, ética formal y material, concepto de valor, etc.) y demás discusiones con relación a la problemática axiológica, porque nuestro interés se limita a la axiología en el campo del Derecho Electoral. Sin embargo, no es posible referirse al tema específico sin abordar lo que concierne a la axiología jurídica, en términos generales.
Las reflexiones formuladas por los grandes expositores de la teoría de los valores han sido utilizadas por la filosofía del Derecho para examinar el tema de los valores jurídicos. El Derecho es un universo de normas, pero éstas no son objetos materiales, sino que se refieren a conductas humanas tomadas en consideración por esas normas. El Derecho es, así, un deber ser. De ahí la importancia que la axiología tiene para la ciencia jurídica. Ya Rudolf Ihering, en el siglo pasado, había promovido el examen de los fines en el mundo de lo jurídico, en su conocida monografía El Fin en el Derecho, en la cual llama la atención sobre la función del “interés” en el contenido de las normas jurídicas.
Pero ha sido la filosofía de los valores la que ha suministrado el basamento esencial de la axiología jurídica, como parte de la filosofía del Derecho. A la axiología jurídica ha correspondido precisar los valores a que obedece el Derecho, pero no ha podido hacerlo sino tomando en cuenta las distinciones básicas de la filosofía de los valores (axiología). Una de las nociones más importantes de la axiología jurídica (la de bien) proviene de la filosofía valorativa.
Empero, no todas las escuelas jurídicas aceptan los postulados de la axiología jurídica. El positivismo jurídico, de tanto arraigo en el siglo XIX, hizo a un lado toda preocupación finalista y teleológica en el ámbito del Derecho, concibiendo éste como simple Derecho Positivo, como acción del Estado, como expresión de una voluntad soberana. Y en nuestros días, Hans Kelsen, uno de los grandes filósofos del Derecho, descarta de su “teoría pura” (normativismo), toda consideración de ética, sociología o política.
Aunque existe una diversidad de criterios con respecto a cuáles son los valores que se propone realizar el Derecho, es característico que la axiología jurídica coincide, casi unánimemente, en considerar la seguridad, la justicia y el bien común, como los valores jurídicos fundamentales. Mucho se ha escrito en torno a cada uno de ellos desde la antigüedad, pero la doctrina moderna ha alcanzado, sobre tales conceptos, soluciones de mayor penetración.
Muy brevemente, revisaremos algunas definiciones de estos valores. Ha dicho José T. Delos, que “en su sentido más general, la seguridad es la garantía dada al individuo de que su persona, sus bienes y sus derechos no serán objeto de ataques violentos o que, si éstos llegan a producirse, le serán asegurados por la sociedad, protección y reparación” (en la obra colectiva Los Fines del Derecho: Bien Común, Justicia, Seguridad, pág. 47).
Si bien hay filósofos que predican la antinomia u oposición entre los fines del Derecho antes mencionados (Gustavo Radbruch), otros autores los identifican al considerar la justicia y la seguridad como “las dos caras del bien común” (Luis Le Fur). Siguiendo este último orden de ideas, Miguel Reale postula que “la justicia se reduce a la realización del bien común, o, más precisamente, es el bien común “In fieri”, como constante exigencia histórica de una convivencia social ordenada según los valores de la libertad y la igualdad” (Filosofía del Derecho, pág. 229).
Si del campo especulativo de la axiología jurídica pasamos a la órbita concreta del Derecho positivo, para acercarnos al tema de la axiología electoral, anotaremos que, entre otras, la Constitución española de 1978 expresa que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” (Art. 1). El constituyente español señala que los valores eminentes del ordenamiento jurídico estatal son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Al lado de valores de tan vieja prosapia como los tres primeros, añade el pluralismo político, en tributo a las urgencias sociales inmediatas de la realidad española. Lo que nos da idea de que los valores o los fines del Derecho, más que entelequias metafísicas, son objetivos que emanan de la vida social, los cuales el Derecho define y preserva.
Por tanto, una axiología electoral, que debemos concebir, en parte, como una axiología del Derecho Electoral, estará dirigida a destacar los valores electorales, ya estén formulados por ese Derecho, ya estén difundidos en la realidad social. Cuando hemos mencionado el Derecho Electoral nos limitamos al de las democracias occidentales, por ser el más nutrido de valores electorales y por ser éstas los regímenes estatales que mayor oportunidad brindan para una reflexión adecuada sobre una axiología electoral.
En efecto, la democracia contemporánea es la forma de organización estatal en la que el ordenamiento jurídico electoral ha tenido el más amplio y profundo desarrollo. Existen en la actualidad otras formas de Estado de signo distinto a la democracia, que también poseen un Derecho Electoral. Pero en esta exposición nos vemos obligados a limitar nuestro examen axiológico al Estado democrático, por ser el que ha establecido valores electorales a los que una doctrina muy difundida en gran parte del mundo otorga un reconocimiento prevalente.
El Estado democrático de nuestros días no sólo es una forma de organización política históricamente estructurada durante los dos últimos siglos, sino que, al mismo tiempo, sus complejas soluciones de práctica estatal han dado origen a todo un conjunto de teorías políticas de necesaria consideración, lo que en realidad ha venido a constituir un pensamiento vigoroso y múltiple en torno a lo que podemos denominar aquí como la teoría y la práctica de la democracia. El examen que continúa se funda tanto en principios como en prácticas democráticos, a fin de mantenernos apegados al objetivo de esta exposición, y la formulamos, por razones de brevedad, con independencia de las críticas que se han hecho y se hacen a los regímenes democráticos, prescindiendo también de una explicación causal socio-económica de tales principios y prácticas.
II. Tipología
El punto de partida de la democracia actual, desde el ángulo de la tipología constitucional escrita, se da en la Constitución norteamericana (1788) y en la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). En ambos textos, sobre todo en el último, se concreta una revalorización de los derechos y atributos del individuo. Al mismo tiempo, surge en los dos países el Estado republicano, antítesis de la monarquía absoluta.
La temática principista de la democracia se centra simultáneamente en el individuo y en el Estado. La igualdad y la libertad individuales son los pivotes del ideario democrático, en lo que respecta a la persona natural. Los hombres que forman una sociedad determinada son iguales. Unos no valen más que otros (esclavo o amo, patricio o plebeyo, súbdito o monarca, siervo de la gleba o señor feudal, son dualidades periclitadas); todos son ciudadanos de una sola categoría. El principio de igualdad ofrece las perspectivas de permitir al hombre el acceso a los rangos superiores de la vida social, en obsequio de la igualdad de oportunidades.
Además, esos hombres jurídicamente iguales son titulares de especiales derechos de libertad. Son hombres libres, porque tienen el derecho de libertad física, de libertad de expresar sus ideas, de libertad de reunión, de libertad de asociación, de libertad de conciencia (ideológica, religiosa y de culto), de libertad de residencia y locomoción. De estas libertades básicas se derivan otras formas de libertad que muchos textos constitucionales últimos consagran y garantizan.
Sobre estos pilares jurídicos de igualdad y libertad del individuo, la democracia moldea una forma especial de Estado, referida al origen o designación de los titulares del poder político, al ejercicio de éste, a la participación del ciudadano y de las organizaciones sociales en la vida política, a las funciones estatales. Por otra parte, la democracia propugna por una sociedad pluralista, en lo político-social, y por la existencia de una opinión pública alerta y consciente.
En el Estado democrático, los gobernantes o titulares del poder político son designados por medio de elecciones libres, en las que intervienen todos los ciudadanos, sin discriminaciones objetables. El mecanismo de esta intervención, que se presenta como un derecho fundamental, es el voto universal, libre, igual y secreto. Esos gobernantes están sujetos a un período en el desempeño de sus cargos, lo que garantiza la posibilidad jurídica de la alternancia en el ejercicio del poder. El Estado se estructura mediante órganos o poderes, que ejercen separadamente sus funciones legislativas, ejecutivas y judiciales, lo que es una garantía contra el poder despótico o autocrático. La vida política del Estado democrático es producto de la participación activa de los ciudadanos y de las organizaciones sociales en la primera. La sociedad de masas en que vivimos ha sido la matriz de una diversidad de asociaciones, en las cuales se encuadra el individuo, por imperativos de la propia dinámica social, y el Estado les abre cauce a las mismas, así como a los individuos particulares, para que las decisiones políticas se adopten por la vía ordenada de una especie de acuerdo permanente y renovado de las distintas fuerzas sociales, que le cierre el paso a la violencia y al autoritarismo.
El estrecho marco de la actividad estatal del siglo pasado se ha ampliado y transformado desmesuradamente, y la democracia política se ha desdoblado en democracia social, en la que el Estado desempeña el multifacético rol de funciones que se sintetizan en la expresión de Estado Social de Derecho, que no corresponde describir ahora. Basta con mencionarlo.
Por una evolución que ha transcurrido en el espacio de los dos últimos siglos, el reconocimiento del derecho de asociación política ha traído la estructuración de partidos políticos muy eficaces, dentro del orden democrático, los cuales encauzan la opinión del electorado y le ofrecen opciones de distinto contenido, para las políticas estatales. No obstante sus diferencias ideológicas, esos partidos entran en relaciones de diversa índole con las grandes organizaciones de intereses, y a través de aquellos éstas acceden a los parlamentos y a otras instancias estatales, e incluso sus dirigentes se vinculan, de manera formal, a los consejos directivos partidistas.
Nada extraña, por ello, que la Constitución alemana de 1949 haya declarado, en su artículo 21, que “los partidos contribuyen al desarrollo de la voluntad del pueblo” y que la Constitución española de 1978 haya ido mucho más allá, al proclamar que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política” (Art. 6).
Una corriente sociológica subraya el pluralismo de la sociedad moderna, porque en ésta se estructuran organizaciones y grupos, tanto económicos como sociales, de gran influencia en las determinaciones del Estado (asociaciones patronales, sindicatos obreros, grupos de la comunidad, congregaciones religiosas). Se considera que estos grupos y organizaciones han contribuido a democratizar la sociedad, y hasta se les tiene como “centros de poder” que moderan la concentración del poder estatal.
En dos de los artículos de la Constitución española que hemos citado (1 y 6) se hace referencia expresa al “pluralismo político” y en el último de ellos se tiene a los partidos como “expresión” de ese pluralismo. Se asimila el pluralismo político a la existencia de un sistema de partidos libres. Políticamente, el pluralismo apunta a la diversificación ideológica y es corriente que los partidos políticos propongan al cuerpo electoral distintas posiciones ideológicas. La diversidad de partidos políticos, con sus diferentes ideologías, fortalece la democracia y es una reacción contra el partido único, totalitario, que tanto auge tuvo desde 1930 hasta 1945 en Europa.
Desde los tratadistas clásicos de la teoría general del Estado, como Jellinek, por ejemplo, la opinión pública es un elemento característico del sistema democrático. Uno de los derechos electorales que se relacionan con el Estado es el de la participación de los ciudadanos en la vida política, y una opinión pública que tenga expresiones oportunas, coherentes y defensoras de los intereses colectivos coadyuva en esa participación.
Por otro lado, la gran penetración de los medios de comunicación masiva debe ser mencionada a propósito de la opinión pública, así como el papel que juegan en su formación los partidos políticos. Democracia y opinión pública consciente son términos de fuerte vinculación. El último de los valores democráticos, pero no el de menor importancia, a que debemos referirnos, es el de la justicia. No es tarea fácil la de concretar jurídicamente este valor y por ello no tiene formulaciones generales expresas en los ordenamientos del Derecho.
Pero existen instituciones del Derecho Electoral democrático en las que palpita esa antiquísima aspiración de proporción, de tratamiento equitativo, de respeto y admisión del derecho propio. La eliminación de las discriminaciones electorales en cuanto al voto encontró base firme en un principio de justicia para personas naturales que estaban marginadas de ese derecho. La representación proporcional de las minorías en el parlamento obedece igualmente al dictado de hacerle justicia electoral a partidos y grupos ciudadanos a quienes el sistema mayoritario trunca un legítimo derecho de representación. Los deberes de imparcialidad y honestidad de las autoridades es otro requisito de la justicia electoral.
Este breve recorrido con respecto a los valores democráticos hace posible enfatizar que el sistema de la democracia contemporánea puede ser concebido como un universo axiológico fundamental y complejo, que exige un mínimo de concurrencias jurídicas y sociales. Esos valores se concretan con modalidades diferentes en los países democráticos, por razones de la idiosincrasia política y el desarrollo histórico de cada uno de ellos, pero hay un conjunto básico de principios esenciales que legitima las estructuras democráticas vigentes. Procede afirmar, entonces, que en la esfera jurídica, la democracia supone un extenso Derecho Electoral, penetrado por los valores que hemos descrito sucintamente
1 comentario:
Si tratas de analizar una disciplina técnica como el Derecho Electoral no puedes acudir en auxilio de la Filosofía del Derecho y menos aún, tratar de rescatar una axiología electoral (Es aberrante el término). A lo más podrías darle una perspectiva sobre dogmática jurídica y bien llamarle dogmática electoral. Incluso en tu sexto párrafo, das por sentados ciertos fines del derecho y a partir de ahí, concluyes; evidentemente, lo tuyo es un pequeño ensayo sobre dogmática jurídica en el Derecho Electoral y no sobre la axiología jurídica. Hay que leer más acerca de sociología, fiolosofía y axiología antes de aventurarse a escribir algo así.
Publicar un comentario